Merceditas está encerrada en su habitación. Ha puesto llave.
Son las diez de la noche. Puede ver la luna llena por la ventana sin cortinas.
El crucifijo dorado –jamás le creyó a su prometido que era de oro, porque con
qué dinero iba a comprarlo siendo adolescente- está donde estuvo siempre:
clavado sobre la cabecera de la cama. Han pasado cinco años desde que lo clavó.
Mercedes no ha vuelto a ver a ese joven, que por un designio absurdo de la vida
se llama igual que ella. Mercedes y Merceditas, eran por entonces, a los doce.
Cuando jugaban a las escondidas y dormían la siesta a la vera del río, tomados
de la mano. La madre de Mercedes fue la que no quiso que la relación
prosperara. Después vino la noticia siniestra del padre del muchacho: Mercedes se
había convertido en un animal. Una víbora gruesa. Algo imposible de creer.
Había llegado transpirado a decírselo, despeinado también y con la ropa sucia
del barro del río. La representación había sido impecable, pero la mentira era
descabellada.
La noticia del viborón se extendió por el pueblo, pero ella
no le hizo hueco en sus oídos. El crucifijo era lo único que le quedaba de su
amigo. Mercedes se lo había regalado para comprometerla en matrimonio.
Merceditas había aceptado. Nunca entendió que ese hermoso muchacho, tan hombre,
llevara nombre de mujer.
En el cuarto también hay una cama, donde Merceditas está
sentada. Ya rezó su oración. En el rincón contrario a la ventana, alcanzada por
una flecha de luz de luna que se derrama por el piso, hay una palangana de metal
llena de agua bendita, y más allá un maniquí de madera con el vestido de novia.
En veinte horas va a estar casada con el cocinero del hotel del pueblo vecino.
No con quien prometió su virginidad y el despose. Debería arrancar el
crucifijo, pero la bruja le ha dicho que lo deje. Y que rece.
Los cuentos de la gente fueron mezclando cosas, en todo ese
tiempo. Merceditas escuchó que el viborón entra a las casas y viola a las
menores que se llaman como ella, como él. Escuchó que lo vieron descansar a la
vera del río con un cordero adentro. Escuchó que tiene la lengua partida, y que
habla en siseos. Escuchó que se le aparece a la gente con ojos de diablo.
Rojos, sangrientos. Merceditas no ha querido creer ninguno de los cuentos, pero
de su amigo no tuvo más referencia ni dato. Hasta que vino la bruja.
La mujer se presentó como una vendedora, le ofreció fruta y
verdura y, mientras Merceditas elegía, le dijo: “El día antes de casarte él se
va a presentar.”
- ¿Quién?
- Mercedes. Es tan inevitable como la salida del sol. Pero
podés confundirlo con una palangana llena de agua. Si la dejás por la mañana,
el viborón se va a meter en ella para beber y se va a transformar en el
muchacho. Y ahí no vas a tener opciones. Mercedes hombre va a aparecer para
interrumpir tu matrimonio y casarse él. No tiene calma, el pobrecito. Si dejás
la misma palangana por la noche, el viborón va a morirse ahogado de amor porque
lo has rechazado. Y a la mañana podrás enterrar su cuerpo, o quemarlo.
Merceditas se había quedado muy quieta, escuchando. Se le
cayó una manzana de la mano. La mujer se fue corriendo. “Agua del pozo”, había
alcanzado a gritar, volteando la cabeza.
- Bruja –fue lo único que alcanzó a decirle Merceditas. Y, aunque
no creía en nada, se preparó para la noche. A la mañana siguiente, si el cuento
resultaba ser cierto, buscaría una pala, haría un pozo, enterraría al animal
muerto.
Y ahí estaba ahora, temblando. Sentada en la cama
preguntándose si no debería abrir la ventana, o entornar la puerta. ¿Por dónde
iba a entrar el viborón? La bruja había hablado de apariciones. Una aparición
se la rebuscaría, pensó. Dejar la puerta abierta le daba más miedo. Tocó el
crucifijo para consolarse. El Cristo estaba frío, demasiado para esa
habitación. Se tapó con las mantas hasta los ojos. Los cerró, pero sin
dormirse. Por la luz de luna que entraba en el cuarto, ya serían más de las
doce, pensó.
Soñó que el vestido de novia se acercaba a los pies de la
cama para consolarla. Y después se salía del maniquí, y reptaba sobre el
colchón hasta meterse debajo de las cobijas. Y se le subía a las piernas. ¿Y si
era el viborón? Abrió los ojos y se destapó. El maniquí y el vestido estaban en
su lugar. Pero algo había entrado a la habitación y se movía despacio debajo de
su cama. No lo veía, pero lo podía sentir arrastrarse. Cuando empezaba a pensar
que todo era falso –una visión que atribuyó a su nerviosismo- advirtió que la
cosa de abajo tiraba de su manta. Y pudo contemplar, con horror, lo que pasaba:
la punta de la manta era dirigida hacia la palangana de zinc. Un cilindro tapado
se desplazaba sin pausa, preciso y silencioso. Vio cómo ese cuerpo se metió en
el agua, y adivinó que seguía tironeando de la tela porque lentamente su manta
cubrió los bordes de la palangana. Dejó en el piso la estela de una babosa.
Algo de agua comenzó a hacer una mancha en el centro de la tela. La superficie
de la manta se ondulaba; Merceditas creyó oír un siseo seguido de una tos. Algo
como un ahogo. Le dio un escalofrío. Se arrodilló en la cama, de cara a la
pared, y besó los pies del crucificado. “De oro”, pensó. “No debería haber
desconfiado”.
Después se bajó de la cama. Descalza, se fue acercando a la
palangana. Parte del agua se había derramado en el movimiento que hacía aquel
animal desesperado. La tela se movía hacia arriba y hacia abajo, en una especie
de última respiración. El viborón parecía querer girar en su enroscada
posición, pero lo reducido de la palangana y la manta pegada se lo impedían. Fue
una tos, sí. Pobrecito. Merceditas miró su traje de novia y le pareció
deslucido, un objeto del pasado. Entonces tomó la manta por la punta y destapó
la palangana como una cortina.
El animal era negro. Giró una vez o dos en el agua que quedaba.
La piel era escamada. Merceditas quiso tocarlo, pero no se animó. Se corrió del
suelo para que la luz de la luna le diera de lleno. El viborón metía la cabeza
debajo de la cola, deslizándose por el fondo de chapa. Merceditas quiso verle
los ojos rojos pero no tenía, o los tenía cerrados. Se quitó la bombacha, que
sí era roja, y la dejó a un costado. Después fue a meterse otra vez adentro de
la cama, y se tapó brevemente con la sábana.
No tenía frío. Ni tuvo miedo por lo que escuchó arrastrarse
otra vez por el piso, ni cuando la vio pasar al lado de su prenda roja. No tuvo
vergüenza de presentarse así ante el Cristo de oro. Alargó un pie y alcanzó a
rozar la piel viscosa trepándose al colchón. Un siseo, dos. Una forma ahogada
de la respiración. A ella le pasaba, a veces, con su asma. Abrió las piernas.
Vio cómo el viborón levantaba sábana acercándose a su vértice virgen. Sintió
cuando se le apoyó; sintió su frío. Cerró los ojos. Si iba a ser de alguien,
que fuera su prometido. Apretó un pañuelito entre los dientes y mordió. El
corazón le latía como una bomba de tiempo.
Después durmió tan pesadamente, con un sueño tan sólido, que
nada del mundo le pareció más cierto que su sueño. El vestido de casamiento
estaría manchado con sangre cuando lograra despertarse. Eso creyó. Pero lo que
estaba manchada era la sábana. Y, en el suelo, estaba tirado su muchacho. El
que se llamaba como ella. Dormía desnudo, con una sonrisa en la cara. El pene
le colgaba fláccido, también dormido. Merceditas se levantó y lo tapó con su
sábana manchada.
Como para guarecerse del amanecer, se metió adentro del
vestido de novia. Eran las cinco y cuarenta de la mañana. Cuando él se
despertara, verían qué hacer. Ya era suya, la sangre no mentía. “¿No es
cierto?” le preguntó al Cristo. Y entonces el Cristo se despegó de la cruz.
Cayó sobre la cama; rebotó dos veces. La segunda vez quedó con la cara hacia
arriba, en el piso. Merceditas se acercó. Supo que era una señal, pero no
entendió si era buena o mala. Se acordó de la manzana de la bruja, que no había
tenido el coraje de morder. Que había tirado a la basura, sin más. Sus dos
piecitos blancos, asomados por el ruedo del vestido, enmarcaban la figura
dorada. Entonces se agachó para levantarla y besarla.
El Cristo se movió adentro de su mano, como si fuera una
lagartija.
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