9.10.19

MI CREDO / LILIANA HEKER



1)    Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, una se sienta a escribir venciendo cierta resistencia –salir del estado de ocio no es natural-, una oficia ciertos ritos dilatorios y por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que está sumergida hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.

2)    La primera versión de un texto es solo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que una difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.

3)    En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que una cara, que una jeta. “Dijo que estaba harto” no equivale a “- Estoy harto –dijo”. Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque “ha salido así del alma”, es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera el leimotiv al final de cada estrofa. Y naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.

4)    Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.

5)    Cuando se escribe, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que tenerle miedo a la lucidez. Una tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de alguna de ellas para hacer literatura.

6)    La realidad proporciona buenas situaciones pero no construye obras artísticas. Distorsionar un hecho, tajearlo, cambiarle o anularle alguna pieza son atribuciones que un autor de ficciones puede tomarse sin ninguna culpa. No es el acontecimiento real al que debe serle fiel sino a la luz secreta que él descubrió en ese acontecimiento y que lo tentó a escribir.

7)    No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Puede encontrarse una en el trance de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando que el final le caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: aunque no se lo note, vienen mandados desde la primera frase.

8)    Una novela requiere una escritura y una estructura rigurosas como las de un cuento. Si tiene páginas grises, esos grises deben estar tan cargados de tensión como lo están en el Guernica, de Picasso. Si no, son meramente un plomo.

9)    La inspiración no existe; en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a una en la oreja, y una siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa, podrá llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.

10)  Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.

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