1) Las
ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto,
aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo
existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección
es altamente improbable. En general, una se sienta a escribir venciendo cierta
resistencia –salir del estado de ocio no es natural-, una oficia ciertos ritos
dilatorios y por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre
que está sumergida hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han
desaparecido, que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
2) La
primera versión de un texto es solo un mal necesario. Suele estar bien lejos de
aquello completo e intenso que una difusamente ha concebido. Corregir no es
otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.
3) En
literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro que
una cara, que una jeta. “Dijo que estaba harto” no equivale a “- Estoy harto
–dijo”. Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque “ha salido así
del alma”, es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta
que, durante la escritura de su poema El
cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera el leimotiv al final de cada estrofa. Y
naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene
sacrificar al loro.
4) Ni
la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar,
descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir
acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo
otro es como estornudar.
5) Cuando
se escribe, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que
tenerle miedo a la lucidez. Una tiene tan pocas cualidades que no veo razón
para que se despoje de alguna de ellas para hacer literatura.
6) La
realidad proporciona buenas situaciones pero no construye obras artísticas. Distorsionar
un hecho, tajearlo, cambiarle o anularle alguna pieza son atribuciones que un
autor de ficciones puede tomarse sin ninguna culpa. No es el acontecimiento
real al que debe serle fiel sino a la luz secreta que él descubrió en ese
acontecimiento y que lo tentó a escribir.
7) No
hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Puede encontrarse
una en el trance de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando que el final
le caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: aunque
no se lo note, vienen mandados desde
la primera frase.
8) Una
novela requiere una escritura y una estructura rigurosas como las de un cuento.
Si tiene páginas grises, esos grises deben estar tan cargados de tensión como
lo están en el Guernica, de Picasso.
Si no, son meramente un plomo.
9) La
inspiración no existe; en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las
palabras parecen cantarle a una en la oreja, y una siente que todo lo que está
escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa, podrá
llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que
suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer
que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de
no escribir más que una página en toda la vida.
10) Hay que nutrirse de los credos y hay que
aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de
escribir. Es uno mismo quien a la larga, con verdades y mentiras propias y
ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias
manías, va construyendo su propio credo.
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