Hubo tortillas. Lili y Lidia, las chicas sonrientes de la
foto, dijeron que se ocupaban de la comida de anoche y lo hicieron. El manjar estaba babé en el
medio y tenía chorizo colorado, como a mí me gusta. La cocinera, nos enteramos en el
banquete, fue Isabel, la mamá de Lidia. Tiene 87 años. La pregunta que hizo es:
“¿Alcanzará?” Gracias Isa, Li y Li. Alcanzó, sobró, estuvo y está exquisita.
Mientras redacto este informe me estoy comiendo la última porción.
Lilia, además, leyó su adaptación del cuento de brujas que
dimos como ejercicio. No solo inventó razones y conversiones más
creíbles para ese viborón, sino que creó al menos dos momentos de tensión bien
fuertes, uno en el medio de un bosque de culebras, con dos personajes acampando llenos
de miedo, y el otro adentro de una cabaña, recuperando la tradición de brujas
en cabañas que nos siguen desde Hansel y Gretel y llegan a Blair Witch. “¿Vendés
ficción? Compro tensión”. Ese es mi slogan capitalista de lector. Pocas veces
consigo saciar la compraventa con satisfacción; esta vez sucedió. Lilia, además, se explayó
acerca de cómo se había sentido resolviendo el encargo. Ojo, porque es un
ejercicio difícil. Para algunos más difícil aún que escribir ficción sobre el
tema que les venga en gana. La literatura tradicional transcripta directamente de
la oralidad, como la del norte argentino con la que estamos trabajando, se
parece mucho a la de los niños: no se entiende del todo, suele haber magia en
lugar de causa y consecuencia. Y nada, nada, nada de intriga. Lilia le agregó a
la historia original engaños, traiciones, terror. Pensó cómo podían sentirse
esos personajes ante las apariciones y transformaciones, ante los monstruos. Examinando
solo los textos de Lili y Lidia, puedo afirmar que el ejercicio ha dado
resultado: nos sirvieron para pensar.
La escritora Sylvia Iparraguirre se expidió una vez sobre el
tema de las historias delivery:
“Escribí dos libros a
pedido y no fue extraño porque las ideas que me propusieron estaban
conectadas con mis intereses: Tierra del
fuego, una biografía del fin del mundo, fue una consecuencia de mi novela La tierra del fuego, y La vida invisible, algo así como una
autobiografía como lectora, un recorrido por los libros que me marcaron. En los
dos casos, la experiencia me produjo entusiasmo por el desafío y una sensación
de gran libertad. El encargo te vuelve disponible, a la vez que te libera de
las dudas e inseguridades que acarrean tus propias historias y argumentos.
Queda como trabajo el modo en que lo vas a desarrollar, a disponer, y en mi
caso, la búsqueda de la forma, de la disposición, es de lo más gratificante que
me puede pasar con la escritura”.
También leyó Mariana
un cuento muy inteligente de celos y envidia entre mujeres. Creo sinceramente
que ningún hombre puede escribir un cuento así, con embarazadas charlando sobre
parto y puerperio en una mesa. El tema nos es ajeno para producir un buen
libro, o texto. Espero que alguien del público refute mi afirmación
superficial. Pienso en “Enero”, de Sara Gallardo, por ejemplo. El cuento “Una
madre genial”, de Lorrie Moore (a propósito: Lorrie va a estar hoy a la noche
en el Teatro Nacional Cervantes por el Filba, ¡vayan!). O “Los zapatos”, de
María Fasce. También leímos “Silencio”, de Lucia Berlin. ¡Qué hermoso escriben estas mujeres!
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