14.6.17

CUENTOS DE REGLAMENTO SIMPLE

I
Me gustan los juegos simples, esos en los que el reglamento puede contarse en una línea. “Con tu bola tenés que pegarle a las otras dos, cada vez que lo lográs hacés carambola y así podés seguir jugando”. Billar. “En el saque la pelotita debe entrar en tu cancha y en la otra sin tocar la red; de ahí en más solamente en la del contrario”. Pimpón. Me gusta que alguien pueda responder en una línea cuando otro le pregunte “¿cómo se juega a esto?”.
En ambos casos se requieren poquísimos elementos: mesas, paletas, tacos, bolas.
El cuento es así.
Los recursos son muy básicos, unas hojas y un lápiz. Con eso tenés que escribir una historia que tenga un comienzo gancho, un desarrollo entretenido y un final imprevisto. Con eso tenés que enamorarme entre cinco minutos y una hora. Parece fácil, sin embargo es la cosa más difícil de hacer de la literatura, que todo el mundo intenta y vuelve a intentar; por el que decenas de personas van a talleres y pierden cantidades astronómicas de tiempo.
Por qué digo recursos básicos: si fuera cine necesitaríamos cámaras, carros, lámparas, rieles. Necesitaríamos fletes para llevar todos esos objetos al lugar de filmación, y precisaríamos acordar ese lugar: no es lo mismo filmar en un lago que en una montaña. Se pueden hacer escenografías, pero normalmente son más caras que mandarse a los propios escenarios.
El lugar da lo mismo si lo que vamos a hacer es ponernos a escribir. Podemos escribir acerca de un lago o una montaña cómodamente sentados en la cocina de nuestras casas. Y también podemos escribir sobre fantasmas, aunque no existan, sin recurrir a carísimos efectos especiales.

II
El oficio de escritor, según Don Julio Cortázar, consiste “en lograr ese clima propio (…) que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial”.
Cortázar habla de secuestro momentáneo; yo me atrevería a agregar que es un secuestro sano, si los hay. Y muchísimo menos fascista que el secuestro del cine. En una sala de cine nos apagan la luz, nos agrandan las imágenes y sonidos de manera atronadora, nos fijan a una butaca que solamente puede mirar hacia delante y nos fuerzan a quedarnos sentados a riesgo de perdernos alguna parte de la trama. Hasta en esto es diferente: si tenemos ganas de hacer pis perdemos la continuidad.
No conozco a nadie que esté atado a la silla a la hora de leer un cuento.

III
El cuento es un ejercicio de manipulación. El texto debe tener la suficiente cantidad de anzuelitos para mantenerte mirando. Debe tener un buen hall de entrada: con iluminación y un techo donde buscar las llaves al resguardo en el caso de que llueva. El autor te tiene que recibir aunque esté muerto, y te tiene que dar una palmada en la espalda cada vez que la subida se pone ardua. Porque es una subida, ya lo dijo una vez Guillermo Martínez: leer es como trepar una montaña. Cuesta, pero el premio es extraordinario. Le escuché la frase para criticar los planes de lectura que hacen los gobiernos, en los que dicen que leer es fácil. No. Leer es bien difícil, aunque tiene su recompensa al llegar a la cumbre con esfuerzo. El orgullo que sentís por haberlo hecho, el paisaje que se ve, el cansancio bien ganado, el temple de espíritu.
Fácil es mirar la tele.
Me gustan los cuentos en los que el autor es un experto manipulador. Puede exigirnos, nos lleva, nos trae, nos excita. Y nosotros, lectores, tan  sin darnos cuenta…

IV
Para lograr eso el escritor tiene que manejarse con economía. Si tuviéramos que pagar por cada adjetivo que ponemos en un texto, nos fijaríamos más. A esto le llamo economía de las palabras. Al fin y al cabo se trata de lo que Quiroga nos aconsejó en su decálogo, sacarle el “ripio” al paisaje. Demostrarle al lector que sabés conducir, sin hacerle perder tiempo. La cuestión del tiempo perdido es importante en el tema de los cuentos.
La búsqueda del tiempo perdido en el de la novela.

V
Lápiz, papel.
Una idea, un tono, un lenguaje, una visión y años de oficio.
La intrepidez puede suplantar al oficio.
Con esos ingredientes convocar una historia que provoque el asombro de los demás. Que haga llorar, reír o dé miedo. Que haga pensar, te rechace o te ponga incómodo.
Queremos leer historias extraordinarias. Para cosas comunes tenemos nuestras propias vidas.
Queremos leer sobre robos a bancos, engaños fatales, asesinatos perfectos, viajes imposibles; queremos leer sobre amores insaciables, grandes fracasos; catástrofes, incesto. Los mejores cuentos tienen olor a prohibición, y estiran la tensión en las relaciones como si nunca se pudieran romper. En los mejores cuentos nunca nada de lo humano funciona demasiado bien.
Si tenés un temperamento más duro vas a preferir a Hemingway y a Flannery O´Connor. Si la sutileza domina tu vida, a Cheever o a Alice Munro.

VI
La idea de ser amable con el lector no es fácil para el escritor, es un adicional que debe tomar. Ya no solo tiene que esforzarse para que lo que dice se parezca a lo que el otro leerá, sino que debe jugarse para que el otro no abandone prematuramente la lectura. Debe tenerlo ahí atrapado hasta que el cuento se termine. Es el mismo esfuerzo que tiene que hacer cualquier persona para intimar con otra: se llama seducción.
El lector se da cuenta de que algo está mal escrito cuando saltea párrafos, y también agradece cuando al cuento no le sobra ni una palabra, lo que pasa muy pocas veces. Acá, casi únicamente con Borges y Saer. En Uruguay, con el gran Onetti.
Finalmente la obra puede ser un enigma,  pero ese enigma tiene que estar acompañado de las palmaditas en la espalda. Como te estás morfando esto, te voy a ayudar. El escritor que me gusta es como El Amigo Americano de Higsmith, que te mete en problemas pero también te va a ir a salvar, para garantizarte que vas a salir de los quilombos en los que te metió.
Nunca te dejará solo.

VII
Algo sobre los personajes, ah. Esa familia inventada que nos sigue a todas partes. Jamás los juzguen. Que ellos actúen. El escritor les da entidad, después los tiene que dejar que vayan, digan, hagan. El escritor tiene que ser lo suficientemente piadoso para comprender que todos sus personajes tienen defectos y virtudes. Más que tratar de dirigirlos, hay que orientarlos y cuidarlos para que sean ellos mismos. No hay que preferir uno a otro, no hay que tomar partido. Todos ellos tienen que salir bien parados al final, todos tienen que provocar una mínima ternurita, por más hijos de puta que sean. Por más mentirosos, por más irresponsables. Si el escritor no logra instalar un efecto de quiebre en algún momento, ese personaje no servirá, porque no va a provocar empatía con ningún lector.
Un personaje sin empatías es descartable.

VIII
Hay que hacerle creer al lector lo que viste en otros planetas, unas formas de vida que él no se imagina. Me encantan los escritores que tienen un plan que va más allá de la historia que cuentan, que se propusieron manipularte más de la norma. Onetti en “Esjbert en la costa”, o Casciari en “Basdala”. Estos escritores deciden duplicar la apuesta, hacerte llorar y reír al mismo tiempo, en el mismo relato. Los dos son igual de amables con el que los lee. Leer literatura auto explicada está bien, aunque leer algo sumamente cruzado y entenderlo es el triunfo supremo.
La primera vez que leí el Ulises tenía dieciséis años, en esa edad uno entiende todo, por lo tanto no tuve problemas. Lo leí y chau. Al lector joven le pasa lo mismo que al octogenario: lee con una impertinencia serial.
La segunda vez fue a los cuarenta y ocho, y el morto qui parla pide explicaciones a cada renglón. Por suerte hay un libro de Gamerro que es más largo que el de Joyce y te va resolviendo enigma tras enigma del Ulises; yo lo leí a la par, y acabé llorando por la maravilla de novela que había terminado. Literalmente, un viaje. Gracias James, pero también gracias Carlitos. La satisfacción es lo que más aprendí a agradecerle a la vida.

IX
Además de ser un libro difícil, al Ulises lo apretó el tiempo, que pasa siempre, y en el que los escritores no podemos saber qué se va a entender en el futuro, o qué quedará.

X
Empecé a escribir porque leí a Quiroga. Me había hipnotizado al punto de legarme sus ganas de asustar. Y lo que comprendí en su momento era que ese tipo me estaba hablando desde la tumba, a mis cortos seis años, y me asustaba desde sus huesos vueltos polvo hacía rato.  Eso que dejó en sus cuentos seguía dando resultado. Su miedo resultó porque las palabras estaban correctamente alineadas para dar miedo. Yo estaba entrando en una trampa tendida desde el pasado. Poe tendiéndomela hace unos doscientos años; Kipling hace cien, Borges hace cincuenta. Esa es la maravilla.
Si sos escritor de los buenos, te morís menos.


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