I
Me gustan los juegos
simples, esos en los que el reglamento puede contarse en una línea. “Con tu
bola tenés que pegarle a las otras dos, cada vez que lo lográs hacés carambola
y así podés seguir jugando”. Billar. “En el saque la pelotita debe entrar en tu
cancha y en la otra sin tocar la red; de ahí en más solamente en la del
contrario”. Pimpón. Me gusta que alguien pueda responder en una línea cuando otro
le pregunte “¿cómo se juega a esto?”.
En ambos casos se requieren
poquísimos elementos: mesas, paletas, tacos, bolas.
El cuento es así.
Los recursos son muy
básicos, unas hojas y un lápiz. Con eso tenés que escribir una historia que
tenga un comienzo gancho, un desarrollo entretenido y un final imprevisto. Con
eso tenés que enamorarme entre cinco minutos y una hora. Parece fácil, sin
embargo es la cosa más difícil de hacer de la literatura, que todo el mundo
intenta y vuelve a intentar; por el que decenas de personas van a talleres y
pierden cantidades astronómicas de tiempo.
Por qué digo recursos
básicos: si fuera cine necesitaríamos cámaras, carros, lámparas, rieles.
Necesitaríamos fletes para llevar todos esos objetos al lugar de filmación, y
precisaríamos acordar ese lugar: no es lo mismo filmar en un lago que en una
montaña. Se pueden hacer escenografías, pero normalmente son más caras que
mandarse a los propios escenarios.
El lugar da lo mismo
si lo que vamos a hacer es ponernos a escribir. Podemos escribir acerca de un
lago o una montaña cómodamente sentados en la cocina de nuestras casas. Y
también podemos escribir sobre fantasmas, aunque no existan, sin recurrir a
carísimos efectos especiales.
II
El oficio de
escritor, según Don Julio Cortázar, consiste “en lograr ese clima propio (…)
que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de
todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con
su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y
la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es
mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que
los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la
índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original,
lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su
ambiente y en su sentido más primordial”.
Cortázar habla de
secuestro momentáneo; yo me atrevería a agregar que es un secuestro sano, si
los hay. Y muchísimo menos fascista que el secuestro del cine. En una sala de
cine nos apagan la luz, nos agrandan las imágenes y sonidos de manera
atronadora, nos fijan a una butaca que solamente puede mirar hacia delante y
nos fuerzan a quedarnos sentados a riesgo de perdernos alguna parte de la
trama. Hasta en esto es diferente: si tenemos ganas de hacer pis perdemos la
continuidad.
No conozco a nadie
que esté atado a la silla a la hora de leer un cuento.
III
El cuento es un
ejercicio de manipulación. El texto debe tener la suficiente cantidad de
anzuelitos para mantenerte mirando. Debe tener un buen hall de entrada: con
iluminación y un techo donde buscar las llaves al resguardo en el caso de que
llueva. El autor te tiene que recibir aunque esté muerto, y te tiene que dar
una palmada en la espalda cada vez que la subida se pone ardua. Porque es una
subida, ya lo dijo una vez Guillermo Martínez: leer es como trepar una montaña.
Cuesta, pero el premio es extraordinario. Le escuché la frase para criticar los
planes de lectura que hacen los gobiernos, en los que dicen que leer es fácil.
No. Leer es bien difícil, aunque tiene su recompensa al llegar a la cumbre con
esfuerzo. El orgullo que sentís por haberlo hecho, el paisaje que se ve, el
cansancio bien ganado, el temple de espíritu.
Fácil es mirar la tele.
Me gustan los cuentos
en los que el autor es un experto manipulador. Puede exigirnos, nos lleva, nos
trae, nos excita. Y nosotros, lectores, tan
sin darnos cuenta…
IV
Para lograr eso el
escritor tiene que manejarse con economía. Si tuviéramos que pagar por cada
adjetivo que ponemos en un texto, nos fijaríamos más. A esto le llamo economía
de las palabras. Al fin y al cabo se trata de lo que Quiroga nos aconsejó en su
decálogo, sacarle el “ripio” al paisaje. Demostrarle al lector que sabés conducir,
sin hacerle perder tiempo. La cuestión del tiempo perdido es importante en el
tema de los cuentos.
La búsqueda del
tiempo perdido en el de la novela.
V
Lápiz, papel.
Una idea, un tono, un
lenguaje, una visión y años de oficio.
La intrepidez puede
suplantar al oficio.
Con esos ingredientes
convocar una historia que provoque el asombro de los demás. Que haga llorar,
reír o dé miedo. Que haga pensar, te rechace o te ponga incómodo.
Queremos leer
historias extraordinarias. Para cosas comunes tenemos nuestras propias vidas.
Queremos leer sobre
robos a bancos, engaños fatales, asesinatos perfectos, viajes imposibles;
queremos leer sobre amores insaciables, grandes fracasos; catástrofes, incesto.
Los mejores cuentos tienen olor a prohibición, y estiran la tensión en las
relaciones como si nunca se pudieran romper. En los mejores cuentos nunca nada
de lo humano funciona demasiado bien.
Si tenés un
temperamento más duro vas a preferir a Hemingway y a Flannery O´Connor. Si la
sutileza domina tu vida, a Cheever o a Alice Munro.
VI
La idea de ser amable
con el lector no es fácil para el escritor, es un adicional que debe tomar. Ya
no solo tiene que esforzarse para que lo que dice se parezca a lo que el otro
leerá, sino que debe jugarse para que el otro no abandone prematuramente la
lectura. Debe tenerlo ahí atrapado hasta que el cuento se termine. Es el mismo
esfuerzo que tiene que hacer cualquier persona para intimar con otra: se llama
seducción.
El lector se da
cuenta de que algo está mal escrito cuando saltea párrafos, y también agradece
cuando al cuento no le sobra ni una palabra, lo que pasa muy pocas veces. Acá,
casi únicamente con Borges y Saer. En Uruguay, con el gran Onetti.
Finalmente la obra
puede ser un enigma, pero ese enigma
tiene que estar acompañado de las palmaditas en la espalda. Como te estás morfando esto, te voy a
ayudar. El escritor que me gusta es como El Amigo Americano de Higsmith, que te mete en problemas pero
también te va a ir a salvar, para garantizarte que vas a salir de los quilombos
en los que te metió.
Nunca te dejará solo.
VII
Algo sobre los
personajes, ah. Esa familia inventada que nos sigue a todas partes. Jamás los juzguen. Que
ellos actúen. El escritor les da entidad, después los tiene que dejar que vayan,
digan, hagan. El escritor tiene que ser lo suficientemente piadoso para
comprender que todos sus personajes tienen defectos y virtudes. Más que tratar
de dirigirlos, hay que orientarlos y cuidarlos para que sean ellos mismos. No
hay que preferir uno a otro, no hay que tomar partido. Todos ellos tienen que
salir bien parados al final, todos tienen que provocar una mínima ternurita,
por más hijos de puta que sean. Por más mentirosos, por más irresponsables. Si
el escritor no logra instalar un efecto de quiebre en algún momento, ese
personaje no servirá, porque no va a provocar empatía con ningún lector.
Un personaje sin empatías es
descartable.
VIII
Hay que hacerle creer
al lector lo que viste en otros planetas, unas formas de vida que él no se imagina.
Me encantan los escritores que tienen un plan que va más allá de la historia
que cuentan, que se propusieron manipularte más de la norma. Onetti en “Esjbert
en la costa”, o Casciari en “Basdala”. Estos escritores deciden duplicar la
apuesta, hacerte llorar y reír al mismo tiempo, en el mismo relato. Los dos son
igual de amables con el que los lee. Leer literatura auto explicada está bien,
aunque leer algo sumamente cruzado y entenderlo es el triunfo supremo.
La primera vez que
leí el Ulises tenía dieciséis años, en esa edad uno entiende todo, por lo tanto
no tuve problemas. Lo leí y chau. Al lector joven le pasa lo mismo que al
octogenario: lee con una impertinencia serial.
La segunda vez fue a
los cuarenta y ocho, y el morto qui parla
pide explicaciones a cada renglón. Por suerte hay un libro de Gamerro que es
más largo que el de Joyce y te va resolviendo enigma tras enigma del Ulises; yo
lo leí a la par, y acabé llorando por la maravilla de novela que había
terminado. Literalmente, un viaje. Gracias James, pero también gracias
Carlitos. La satisfacción es lo que más aprendí a agradecerle a la vida.
IX
Además de ser un
libro difícil, al Ulises lo apretó el tiempo, que pasa siempre, y en el que los
escritores no podemos saber qué se va a entender en el futuro, o qué quedará.
X
Empecé a escribir
porque leí a Quiroga. Me había hipnotizado al punto de legarme sus ganas de
asustar. Y lo que comprendí en su momento era que ese tipo me estaba hablando
desde la tumba, a mis cortos seis años, y me asustaba desde sus huesos vueltos
polvo hacía rato. Eso que dejó en sus
cuentos seguía dando resultado. Su miedo resultó porque las palabras estaban
correctamente alineadas para dar miedo. Yo estaba entrando en una trampa
tendida desde el pasado. Poe tendiéndomela hace unos doscientos años; Kipling
hace cien, Borges hace cincuenta. Esa es la maravilla.
Si sos escritor de
los buenos, te morís menos.
Lo tomamos/transformamos.
ResponderBorrartomen, transformen
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