Era él cuando respiró por última vez,
mi padre, aunque había cambiado tanto
que nadie que no hubiera estado con él
durante la última hora lo hubiera reconocido:
su piel, corpórea, como grasa animal,
los ojos hundidos en la cabeza,
la nariz adelgazada, la boca abierta
con esa lengua dentro como afirmación de la muerte,
una lengua seca, ondulada, oscurecida.
Podíamos ver la flema
crecida al fondo de su boca,
pero aún así era él, los brazos enormes, pesados,
las manchas de sangre bajo la piel,
negras y precisas, hasta ahí lo acompañamos
en cada paso, era él, su última respiración
fue suya, no inhalada como fruto del deseo,
pero suya, ligera como una semilla de algodoncillo,
huyendo de su boca y flotando en la habitación.
Y cuando la enfermera intentó oír su corazón,
su vientre plateado era su vientre,
y cuando se quedó parada
y asintió, por un instante era plenamente él,
mi padre, muerto pero él,
un hombre con la boca abierta y
manchas oscuras en los brazos. Parecía
alguien muerto en una lucha sin sangre:
tensos el cuello y la base de la cabeza,
como halando hacia atrás con violencia.
Parecía estar quedándose quieto, luego la piel
se tensó levemente alrededor de su cuerpo
como si lo puramente material lo reclamara,
y después, ya no era mi padre,
no era un hombre, no era un animal,
acaricié su cabello lentamente,
alzando mis dedos por sus ondas grises,
la materia sin vida y radiante,
la materia del mundo.
Muchas gracias Gustavo.
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