La
literatura fantástica
Elvio
E. Gandolfo
Debo
reconocer que no sé diferenciar la literatura fantástica de la literatura a
secas, salvo en sus tendencias más nítida, obviamente “realistas”. No sé si
existen muchos escritores de peso de cualquier país que no tengan en un momento
o en gran parte de su obra una corriente subterránea de fantasía: Tolstoi,
Kafka, Arlt, Bernhard, Rulfo, Amalia Jamilis, Pablo de Santis, Peter Handke,
Hebe Uhart, Raymond Carver, Chéjov, Tolstoi, Flaubert, Aira, Proust, David
Viñas, Saer, etc. etc. etc. Aparte de los obvios: Borges, Maupassant, Cortázar,
Silvina Ocampo, Arreola, Lovecraft, Poe, Stephen King, Fritz Leiber, Ballard y
sus incontables colegas. De algún modo, la literatura ya es, en sí, fantástica.
Hay,
en el empleo del lenguaje, de la escritura, una torsión inevitable respecto más
a lo real que a la “realidad” (entelequia de muy difícil explicación, incluso o
sobre todo desde las ciencias o las psicologías) que hace a un texto literario.
Basta con que esa torsión aparezca mínimamente para que aparezca también el
sabor de la “inquietante extrañeza” de la que hablaba Freud. Yo mismo no
predetermino, cuando escribo, si lo que haré será o no fantástico, nunca me
siento cómodo con la definición “escritor de género”, usada a menudo por la
crítica.
Hace
ya más de tres décadas y media que tengo una relación de residencia y lectura
abundante en Uruguay. Por eso aprovecho esta oportunidad para destacar hasta
qué punto existe allí una “literatura fantástica”, bastante menos tenida en
cuenta respecto a su literatura nacional que la argentina en su propio país.
Me
ha llamado la atención, por ejemplo, lo poco que se ha examinado el vínculo de
dos novelas de Juan Carlos Onetti (La
vida breve y Dejemos hablar al viento)
con momentos clásicos de la literatura fantástica.En la primera
en la creación de un mundo paralelo al real, puramente verbal, que poco a poco
se vuelve denso y absorbente y se come al real, a través de la imaginada Santa
María. Es aún más evidente en la segunda novela, donde se recurre incluso al
conjuro verbal, mágico, para poder “volver” a ese mundo paralelo.
Todo
un universo autosuficiente y complejo rota en los libros de Felisberto Hernández,
con base repetida en los mecanismos de la memoria, y con una extrañeza
comunicada con tanta naturalidad que cuesta denominarla fantástica, salvo en
sus textos más construidos, fabricados, como “La casa inundada” o “Las
hortensias”. En cambio en Por los tiempos
de Clemente Colling, en El caballo
perdido, enTierras de la memoria,
en “El balcón” o en “Nadie encendía las lámparas”, la inquietante extrañeza
invade tanto al lenguaje como al entorno o los personajes en desarrollo.
Los
aportes de Mario Levrero son cruciales. Su novela París es de una originalidad sin parangón en las letras
latinoamericanas y españolas: alucina con medios tanto verbales como visuales
una visita a París que parece recurrir a puntos clásicos del surrealismo para
mejor destruirlos y explotarlos a través de una magnificación de los elementos
temporales e imaginarios que a veces roza la ironía desembozada o feliz. En el
relato “La calle de los mendigos” desencadena un mecanismo imparable a partir
de un encendedor común, con una limpieza de ejecución que está en las antípodas
del barroquismo de París. Y en “Los
muertos”, otro relato, vuelve a zambullirse en una mezcla de elementos con
profundidades psicológicas o escatológicas que sacuden al lector porque antes
han conmocionado (sin hacerle perder el control) a quien escribe.
En
la misma zona operan los textos de Armonía Somers, con un lenguaje particular,
áspero en las novelas (desde La mujer
desnuda hasta Solo los elefantes
encuentran mandrágora) y un funcionamiento eficaz de los mecanismos
fantásticos (la vida entera de una mujer se despliega veloz en un viaje en
tren) de algunos de los cuentos de Muerte
por alacrán.
La
extrañeza se multiplica, sobre todo en el lenguaje, en Tarik Carson, en los
relatos de sus dos libros más difundidos: El
hombre olvidado y El corazón
reversible. En el primero, predomina el uso de recursos que recuerdan a
Borges (en especial la biografía de personajes estrambóticos o patéticos)
aunque cruzados con fuentes diversas, y con una carga fuerte de sugerencias de
perversidad o el tratamiento de la homosexualidad. Esos recursos se refinan y
renuevan en los relatos del segundo libro, desde algunos títulos (“Los labios
de la felicidad”, “La muerte de los
reflejos insoportables”) hasta la hondura con que son tratados la soledad y el
amor en “El corazón reversible”.
En
los autores recientes se destaca Pablo Dobrinin, que ha publicado hasta ahora
un solo libro, Colores peligrosos.
Allí, en la nouvelle “El regreso de
los pájaros”, domina con serenidad el tono de un regreso a Montevideo que se
convierte en una forma de llegar a ver la “verdadera ciudad”, con un personaje
mayor como guía. También es sereno el desenvolvimiento del recorrido de una
pareja esquiva consigo misma en “El bosque que crece por las noches”, publicado
hace poco en el mensuarioLento.
El
narrador de La vida breve inventa un
mundo paralelo en parte para compensar la ablación de un seno en su mujer. Otro
libro de Onetti, El pozo, nació de la
falta de cigarrillos. En La calle de los
mendigos se le terminá el “disán” (la nafta) a un encendedor. Las imágenes
de la carencia, la escasez, la dificultad de arreglarse en condiciones más que
difíciles exangües suele sostener el tono fantástico uruguayo, y dotarlo de una
dimensión existencial, vivida, menos frecuente en otras literaturas nacionales
de América Latina.
Faltan
desde luego algunos libros, algunos autores. Solo quise dar un panorama rápido
de autores relacionados con lo fantástico, con la inquietante extrañeza de lo
real, más que con un género con reglas.
A su
vez no puedo dejar de subrayar la dificultad para llegar a ponerse en contacto
con las obras de este tipo, sobre todo cuando más originales son. A autores
importantes como el inglés Robert Aickman o el estadounidense Thomas Ligotti
hubo que rastrearlos en revistas o antologías durante años antes de contar al
fin, no hace mucho, con la traducción de algunos de sus libros.
En ese sentido
quisiera mencionar dos libros argentinos que son un paradigma de esa presencia
soterrada, esquiva: la novela corta El
encierro de Ojeda de Martin Murphy y La
otra playa, de Gustavo Nielsen. En buena parte de su desarrollo El encierro de Ojeda parece desplegar un
mundo conocido: el personaje mediocre en un contexto oficinesco. Pero lo
extremo de su progresivo aislamiento culmina en una última página impactante,
sorpresiva, que revierte lo que podría denominarse locura o solipsismo con una
explosión casi triunfal, epistemológica, que solo puede experimentarse leyendo
el texto.En el caso de Nielsen, pequeños detalles que en sordina suenan
extraños al lector, van desplegando otro mecanismo a la vez sutil y riguroso,
que mezcla las épocas y los mundos interiores con resultados inquietantes,
extraños, que casi obligan a la relectura poco después de culminar el
recorrido. Vale la pena buscarlos.
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