Íbamos a La
Cripta , con Lorena, a morirnos un poco.
Vuelvo a empezar. Con Lore íbamos a La Cripta a morirnos de miedo.
Otro error. Lo y
yo íbamos a La Cripta
a morirnos de la risa.
Lo exacto debería haber sido: bajábamos a La Cripta. A las criptas
del horror se baja. Y nunca nos morimos ahí. Bajábamos a La Cripta , con Loli, a mirar
las peores películas de horror de la historia del cine. La Cripta fue un cineclub. La
entrada valía un peso.
Quedaba en un sótano de Bulnes y Guardia Vieja. Dos
personajes elegían las películas y redactaban las gacetillas: Peter Punk y Caligari.
El operador se llamaba Julio, y era marino mercante. La proyección se hacía en 16 mm , con cambio de rollo a
la mitad. El material lo aportaba la Filmoteca Buenos
Aires. El público era un tercio gay, otro tercio moderno y el último tercio de
drogones y comerciantes. Hasta había un cartonero que apestaba en verano. Quince
o veinte personas. Los más raros, de todas maneras, creo que éramos nosotros. Ella
con sus labios carnívoros y su mirada destellante. Yo, profesional
independiente. Dos frikeados.
Las películas se vinculaban por ciclos: “Llegaron del
espacio”, “Totalmente bizarro”, “La tumba de Poe”. Entre los actores nunca faltaban Boris Karloff,
Christopher Lee y Vincent Price. Los nombres de las películas iban desde “Dr.
Death” hasta “Zontar, el monstruo de Venus”. La más disparatada que vimos fue
proyectada más o menos a la mitad de la vida del cine. “Psychomanía”, de Don
Sharp. Una de motoqueros zombis.
Recuerdo el primer día que fuimos: pedí si no podían dejar
de fumar marihuana durante la función, y Caligari dijo que a él también le
parecía que había que dejar. Uno preguntó por qué un recién llegado ponía
reglas. Era una especie de mohicano vestido de negro. Interfiere con la proyección, dije. Las sombras del humo salían
en la pantalla. Peter encendió la luz para darme la razón. Al final siempre hacían un sorteo; ese día lo
gané con el número 63. La moto de He-man, en escala. Lore y yo nos prometimos
regresar al sótano todos los martes a las 22. De la mano, para asegurarnos la
eternidad de nuestro amor.
A ella se le ocurrió lo de las tortas. Para el cumple de 100
espectadores llevamos la primera: un ataúd de bebé. Fabriqué el molde en
hojalata, modificando uno rectangular para que diera la forma del doble
trapecio. Le pusimos dulce de leche por adentro y cobertura blanca por afuera.
Las manijas eran aros de chocolate. La cruz, cubanitos. Encendimos velas para
que pareciera el velorio de un ángel. La torta duró dos minutos y medio, lo
cronometré.
La segunda la hice yo solo, y no salió tan bien. Fue una
cabeza humana servida en una bandeja. Tenía nariz y orejas de bizcochuelo, ojos
de pelotas de pimpón. Pelo de cobertura negra. Sangre de mermelada en la
bandeja. Ya no nos veíamos tanto con Lore, y las películas que pasaban
empezaban a tener buenos actores. Por ejemplo: “Anniversary”, con Bette Davis.
¿Quién quería ver semejante bodrio? No nos convencía Peter Sellers en el “Quinteto
de la Muerte ”.
Queríamos los vampiros de la
Hammer y los fantasmas de cartulina de Corman. Ligeia
sonriente, inmaterial pero putrefacta. O la torta era grande, o había menos
público. Nos costó terminarla. Lore ya se sentaba sola, por atrás. La distinguí
por el tentáculo enrollado en la pata de su butaca (¿o era una pierna encogida
hacia dentro?).
Una noche de enero en lugar de juguetes o libros de Stephen
King sortearon un champú, jabón, desodorante, crema de afeitar, maquinita y
colonia. El cartonero ganó el kit. Estaba chocho. A la función siguiente vino
limpio, lo más que pudo.
Los monstruos
empezaron a fallar cuando se fue el operador. Le habían dado un viaje de
ultramar, iba a faltar seis meses. Cambiamos el fílmico por DVD. Porque uno siempre confía en los monstruos.
Porque los monstruos, al final, son la familia de uno. Nada fue igual.
Mi yo fetichista quiso tener el ticket del último día. Lo
compré para eso, aunque ya me dejaban pasar gratis porque me habían adoptado
para la orga. Lorena no estuvo en la despedida. Nunca más la vi. En la
oscuridad de la emisión final, lloré.
Cuando me abracé para siempre con Peter y Caligari, les
dije que me sentía mejor persona desde que estaba poseído por la Clase B. Que había
aprendido algo con el fraguado del sorteo para el cartonero. Humanidad, dije. O: humildad (no me acuerdo bien). Peter subió los hombros. Siempre los fraguamos, dijo. ¿O te creíste que tenés mi motito de He-Man
porque sos un tipo de suerte?
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