Dos. Nadar. Inhalar de costado, retener el aire, soltarlo en cuatro brazadas, ver las burbujas saliendo de la nariz. No pensar en palabras: solo en burbujas.
Tres. Apoyar el oído sobre el pecho de alguien. Sentir el latido. Sentir la fragilidad del cuerpo, y hundirse en un sopor de comodidad y angustia. Amar.
Cuatro. Poner música en el living. Bailar de modos indebidos. Tomar la guitarra y soñar con ser la nueva Janis Joplin. Procurar que nadie, en tu casa, se entere de cosa semejante.
Cinco. Fascinarse con la televisión basura. Ver Cops, Bailando por un sueño y las experiencias paranormales del canal Infinito. Ver programas del corazón. Escuchar los problemas de cama y celos de gente ordinaria. En algún momento, pronunciar la frase: “Ella tiene razón”.
Seis. Viajar a Montevideo y caminar por la Rambla. Sentir el ruido del viento y del agua y no saber qué ruido pertenece a qué cosa. Mirar el mar. Llorar por nada en especial: por solidaridad con el mar.
Siete. Ir a una tienda grande y probarse vestidos de fiesta. Mirar los precintos de seguridad. Fantasear con robar todo. Luego recapacitar. Entender que ya no vas a fiestas. Comprar dos remeras y pensar en la palabra “oportunidad”.
Ocho. Criticar a alguien por teléfono mientras se lava un plato, se hace una cama o se lleva a cabo cualquier otra acción vinculada al tedio. Compadecerse de las vidas de los otros.
Nueve. Hablar con tu abuela. Empezar con temas de salud y terminar hablando de delincuencia juvenil. Decirle que sí a todo. No pensar en su muerte. No pensar en la muerte de nadie querido, nunca.
Diez. Hacer un asado e invitar –entre tantos– a una persona sociable y otra sobreinformada. Pasar la noche tomando vino; dejar que los dos invitados entretengan al resto. Luego hacer el amor con tu pareja y dormir. No dejar que las palabras interrumpan el sueño, ni ninguna otra cosa.